viernes, 11 de enero de 2008

RELATO



Relato sobre la nostalgia de estar lejos de la tierra que te ha visto nacer

EL PRESENTE DEL OLVIDO

La sonrisa de un niño, el primer baile, una canción de juventud, la luz de la fiesta, la magia de la noche... cuando los recuerdos están tan arraigados que se resisten a desaparecer, echar la vista atrás y ver lo feliz que se ha sido en un tiempo y en un lugar nos ayuda a seguir adelante.


Por BELLA PILAR

Sonaba insistente la misma canción en su cabeza. Un tarareo mental e incesante que turbaba sus sentidos. “Trai, trai, olaré, trai, trai” – repetía con capricho y a su antojo su propia imaginación. Con los ojos clavados en el infinito intentaba, sin éxito, recordar. A través de aquella ventana observaba el movimiento y trasiego de la calle. Tenía el mundo delante, tanta vida y tan lejos. Desde la pequeña jaula de cristal en la que se había convertido aquel piso, Remedios se lamentaba de su destino, de lo rápido que se habían sucedido los acontecimientos en esos momentos, que debieran ser dulces, de su vejez.
Ensimismada en sus pensamientos, casi no se dio cuenta de que llamaban al timbre. Las doce de la mañana, ¿quién será?, se preguntó. Más mal que bien, por la artrosis punzante de su rodilla, llegó hasta la puerta de su escueto piso de dos habitaciones y sin muchas comodidades para vivir con más de setenta.
- Hola, mamá, ¿cómo estás? – le dijo su hija al besarla en la cara.
Pero inmediatamente la palidez de su rostro la alertó de que algo no iba bien y le preguntó:
- ¿Te pasa algo? ¿te sientes mal?
- No, hija, es el calor.
Y es que el calor tan asfixiante que se sentía en pleno mes de agosto en aquel séptimo de sus penas, la hacía recordar su pueblo, la tierra que la había visto nacer. “¡Con lo fresquita que estaba yo en mi casa, allí en Lepe!”, decía siempre Remedios, abanico en mano.
- Mamá, ¡deja ya de pensar en el pasado! Así lo único que vas a conseguir es ponerte aún más triste de lo que estás - increpó su hija mientras entraba en la cocina con unas bolsas del super.
Pero Remedios siempre asentía y hacía oídos sordos de lo que le decía su hija. En realidad, adoptaba la misma actitud con el resto de sus hijos, Salvador y Cristóbal, que también prometieron estar más atentos y más cerca cuando los necesitara.
Ella, como madre, lo comprendía y defendía siempre ante los demás, diciendo que sus hijos estaban trabajando y que también tenían que atender a sus familias; aunque egoístamente reclamaba con su mirada callada un poco más de compañía, aquella que le faltaba desde la pérdida de su marido hacía dos años, aquella que le habían prometido tantas veces antes de mudarse a la ciudad. “Tú ya no tienes a nadie en el pueblo y ahora se te presenta la oportunidad de vender la casa y venirte a la capital, así podemos ir a verte todos los días”, le dijeron y repitieron sus hijos en tantas ocasiones…
Dicen que a cierta edad los días se hacen eternos y a Remedios los dos años en el destierro le habían parecido siglos, siglos que habían teñido del blanco más absoluto su cabello y abierto nuevos surcos en su rostro, acentuando sus marcados rasgos, sus negros ojos que ya no hacían sombra –como en otros tiempos- a su aguileña estampa.
Entonces, cuando más absorta se encontraba, volvió a reprenderla su hija:
- Desde luego, cada vez que te pones en esa actitud me asustas, parece que estás en otro mundo, siempre pensando en tus cosas. Ya yo he terminado, te he traído algo para comer y cenar para hoy y mañana. Venga, un beso, que tengo mucha prisa porque los niños van a llegar del colegio y les tengo que preparar la comida – dijo de forma atropellada su hija.
- Está bien - contestó pausadamente Remedios.
- No me digas sólo eso, he venido para dejarte todo preparado y que puedas comer caliente. Sólo tienes que calentar un poquito el puchero y echarle unos fideos de los finitos, como a ti te gusta.
- No te preocupes que yo lo preparo dentro de un rato.
- Venga... después no voy a poder venir, porque tengo que ir al dentista con el niño, que le tengo que poner aparato. Pero le voy a decir a mi marido que traiga a la niña un ratito... adiós, mujer, y anímate.

Otra vez sola en aquel piso. Remedios se echó a llorar; aunque poco a poco y resignada por su destino, sola tuvo que calmarse, ayudándose de la única alegría que iba a tener esa tarde, la visita de su nietecita María. A sus ocho años, estaba justo en aquella edad en la que se tienen ganas de saberlo todo. Las preguntas de la pequeña, sin duda, entretenían a la abuela que le contaba cosas de su infancia, de antiguas costumbres y de cómo era el mundo cuando ella tenía su misma edad.
No eran aún las seis de la tarde cuando sonó el timbre de forma acelerada y con varios toques rápidos y entrecortados, impulsados sin lugar a dudas por la inquietud insaciable de María.
- ¿Estará la abuela en el piso, papá? –preguntaba la niña a su padre mientras esperaban en el rellano.
- Y ¿por qué no abre? Tarda mucho ¿no?
Cuando Remedios abrió la puerta la cara de la niña se iluminó.
- Abuelita, ¡Cuánto te quiero! Dame un besito.
Cada vez que su nieta mostraba con tanta euforia su cariño, a Remedios se le iluminaba la cara y hasta rejuvenecía por un instante. Las horas con su pequeña del alma llenaban el vacío inhumano de tanto tiempo delante del charlatán televisor que, al fin y al cabo, la acompañaba y hacía sentir menos sola cada día y cada noche.
Tenían sólo tres horas para estar juntas y cada minuto era un regalo que la vida le otorgaba, por eso tenía que aprovecharlo al máximo. Con un parlamento inagotable, la niña perseguía a su abuela de la cocina al salón y del salón a la cocina, mientras ésta le preparaba la merienda que más le gustaba, un colacao fresquito y una tostada con aceite y azúcar, a la antigua usanza.
María le contaba a modo de novela de aventuras todas las cosas que había hecho el domingo en la playa.
- Alquilamos una barquita de pedales y nos montamos con mis primos. Nos lo pasamos super guay, abuela – relataba sentada en el sofá del salón-. Espero que te puedas venir algún día, nosotros vamos a la playa de La Antilla y dice mi madre que tú la conoces muy bien.
Y tanto que la conocía. De forma casi inmediata Remedios recordó las excursiones con sus amigas a la playa. Solían llevar el almuerzo en sus cestas para pasar todo el día en la bajamar y se bañaban en el mar para refrescarse, incluso con sus propios vestidos. ¡Qué tiempos aquellos!, pensaba. La pequeña María, inquieta, insistía a su abuela:

- Pero, abuelita, cuéntame cosas de cuando eras pequeña. De Lepe y de tus amigas, de cómo hacíais excursiones a la cañada para lavar la ropa o de cuando ibais a limpiar las cucharas con barro y hasta dices que quedaban más limpias que ahora con tanto producto.
- Me parece hija que te he contado esas historias mil veces, porque te las sabes casi de memoria. De qué te puedo hablar hoy… pues de las fiestas de mi pueblo, de las fiestas de la Bella, que se van a celebrar ahora, a mediados de agosto. De eso no te he hablado nunca ¿verdad?
Con la desidia propia de todos los comienzos, Remedios le explicaba a su nieta que las fiestas de la Bella habían cambiado mucho con el paso de los años, pero que guardaba unos recuerdos muy dulces de cuando tenía su misma edad. Lo gris se convertía por unos días en blanco y color, los niños cambiaban su ropa de diario por el traje preparado con esmero para aquellos días, por los hirientes zapatos nuevos y por una sonrisa que se dibujaba en sus caras y no se borraba de sus sorprendidos rostros hasta que no se marchaba el último puesto de turrón.
Las palabras salían de su boca con una fluidez que sorprendía a Remedios. Cuando comenzó a hablar pensó que le iba a resultar más complicado, porque no solía hablar de ese tema y tenía a sus recuerdos por vagos y olvidadizos. Pero, casualmente, no fue así, las historias y anécdotas brotaban de su mente como la semilla madura de la tierra.
¡Cuánto tiempo desde la última vez que la vio! Tenía la impresión de que era tanto. Aunque todas las noches le rezaba a su virgencita de la Bella y le pedía por todos sus hijos y sus nietos, hacía ya mucho tiempo que no veía como antaño su cara, la más bonita que había visto nunca, su tierna mirada y su gesto sereno de madre. Era Ella, la más bonita, la Virgen Bella. Todavía asaltaban a su conciencia los momentos en los que se quedaba paralizada ante su presencia al verla en procesión.
- Son cosas que no se pueden olvidar- dijo a su nieta que la escuchaba boquiabierta y sin pestañear-. Ahora eres pequeña y aún no sabes lo importante que van a ser algunas experiencias en tu vida.
La niña se quedó pensativa y sin comprender demasiado lo que le contaba su abuela. No obstante, siguió escuchando con atención lo que le explicaba.
La tarde llegaba a su fin y el padre de María se retrasaba. Las farolas comenzaban a encenderse en la avenida colindante. De pronto, Remedios pensó cómo en las bellas de su juventud la luz inundaba las calles más céntricas del pueblo. La espléndida iluminación eléctrica – como la anunciaban en la época- conducía directamente a las jóvenes, engalanadas a la andaluza, hasta las verbenas, ésas con cielo de farolillos y noche estrellada. Entre veladores y pretendientes surgía a los dieciséis el primer baile, las primeras sonrisas cómplices y las primeras carcajadas, en un tiempo en que reír era tan difícil como comer.

- A mi me gustan todas las canciones del verano, abuela. ¿Qué canciones se llevaban entonces? – preguntó, de pronto, María.
- Huy… ¡Qué preguntas tienes! Pues, a ver, que tocaban…- pensaba en voz alta Remedios.
De repente, comenzó a cantar de forma suave y pausada “Trai, trai, olaré, trai, trai… trai, trai, olaré, trai, trai”…
- ¡Eran los músicos portugueses, mi niña, eran los músicos portugueses!
En ese momento sonrió, una risa pícara y nostálgica iluminó su cara. Sin duda, había rejuvenecido, había retrocedido años atrás por unos instantes. Había viajado hasta un tiempo y un lugar que aún vivían en su interior, a un espacio etéreo donde anida la felicidad y, al que a veces, sólo a veces, debemos volver, para retomar fuerzas y seguir adelante con nuevos sueños e ilusiones. Remedios se había dado cuenta de que tenía que vivir el presente, aunque un presente que, no muy lejos – como ella bien sabía-, se convertiría en olvido.

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